En primer lugar, está el poder de la oración.No podemos leer la Biblia sin que nos llame la atención la manera en que se enfatiza constantemente la eficacia de la oración.
«La oración eficaz del justo puede mucho», dice Santiago (5.16). En palabras de jesús: «Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos» (Mt. 18.19). No afirmamos comprender el principio fundamental de la intercesión. Pero de alguna manera nos permite ingresar en el campo de batalla espiritual y adherirnos a los buenos propósitos de Dios, para que su poder sea liberado y los principados del mal queden sujetos.
La oración es una parte indispensable de la vida del cristiano como individuo. También es indispensable para la vida de la iglesia local. Pablo la consideraba prioritaria: «Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2.1-4). Aquí se menciona la oración por los líderes nacionales, para que puedan cumplir con su responsabilidad de preservar la paz, y así la Iglesia conserve la libertad para obedecer a Dios y predicar el evangelio. En teoría estamos convencidos del deber de orar. Pero algunos activistas sociales cristianos rara vez se detienen a orar. Y hay iglesias que no parecen tomar en serio la oración. Si en la comunidad (de hecho, en el mundo) hay más violencia que paz, más opresión que justicia, más secularismo que santidad, ¿no será que los cristianos y las iglesias no están orando como deberían?
También nos regocijamos al ver el crecimiento de movimientos paraeclesiásticos cuyo objetivo es estimular las oraciones del pueblo de Dios. Pasaremos del poder de la oración al poder del evangelio, pues nuestro segundo deber cristiano es la evangelización. Este libro es acerca de la responsabilidad social cristiana, no de la evangelización. Sin embargo, las dos van unidas. Si bien los cristianos tienen diferentes dones y vocaciones, y si bien en determinadas situaciones es perfectamente adecuado concentrarse ya sea en la evangelización o en la acción social por separado, no obstante en general y en la teoría no se las puede separar. Nuestro amor al prójimo se traducirá en una preocupación integral por todas sus necesidades: físicas, espirituales y comunitarias. Es por eso que en el ministerio de Cristo las palabras y las obras eran inseparables. Como lo expresa el Informe de Grand Rapids, la evangelización y la acción social son «como las dos cuchillas de una tijera o las dos alas de un ave».
Sin embargo, existen dos razones por las que la evangelización debe verse como el preludio necesario y el fundamento de la acción social. La primera es que el evangelio transforma a las personas. Todo cristiano debería ser capaz de repetir con convicción las palabras de Pablo: «no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Ro. 1.16). Lo sabemos por nuestra propia experiencia y lo hemos visto en la vida de otros. Si el pecado es en esencia egocentrismo, luego la transformación de «ego» a «no ego» es un ingrediente fundamental de la salvación. La fe conduce al amor, y el amor al servicio. De modo que la acción social, que es el servicio en amor a los necesitados, debería ser el resultado inevitable de la fe salvadora, aunque debemos reconocer que esto no siempre es cierto.
Existen otras situaciones en las que el cambio social positivo se produce sin
relación con iniciativas expresamente cristianas. De modo que no debemos
unir la evangelización y la acción social tan indisolublemente como para afirmar que la primera siempre da como resultado la segunda y que la segunda nunca existe independientemente de la primera. De todos modos, existen excepciones que confirman la regla. Seguimos insistiendo en que la
evangelización es el principal instrumento de cambio social. Hemos visto que la sociedad necesita sal y luz; pero sólo el evangelio puede generarlas. Esta es una de las maneras en las que podemos declarar sin avergonzarnos que la evangelización tiene primacía sobre la acción social. Por lógica, «la responsabilidad social cristiana presupone cristianos socialmente responsables», y es el evangelio quien los produce.
El evangelio que transforma personas también transforma culturas.
Uno de los mayores obstáculos para el cambio social es el conservadurismo de la cultura. El desarrollo de las leyes, instituciones y costumbres de una nación lleva siglos; por lo tanto, poseen una intrínseca resistencia a toda reforma. En algunos casos el obstáculo está dado por la ambigüedad moral de la cultura. Todo programa político, sistema económico o plan de desarrollo depende de valores que lo impulsen y lo sustenten. No puede funcionar sin honestidad y cierto grado de altruismo. De manera que, cuando la cultura de una nación (y la religión o ideología que la determina) consiente la corrupción y el egoísmo y no ofrece ningún incentivo al autocontrol y al sacrificio, el progreso resulta completamente trunco. En ese caso la cultura constituye un impedimento para el desarrollo.
El cristianismo comienza con la fe en Cristo y culmina con el servicio en el mundo, la evangelización tiene un papel indispensable que desempeñar en el establecimiento de un orden económico más justo. La obediencia a Cristo demanda cambio; pues el mundo se convierte en su mundo; los pobres, los débiles y los que sufren son hombres, mujeres y niños creados a su imagen; la injusticia es una afrenta a su creación. La desesperación, la indiferencia y el sinsentido son reemplazados por la esperanza, la responsabilidad y el propósito; y por sobre todo, el egoísmo es transformado por el amor. Así pues, el evangelio cambia a las personas y las culturas. Esto no significa
que el desarrollo sea imposible sin la evangelización, sino que la ausencia de aquellos cambios culturales que trae el evangelio resulta un obstáculo para el desarrollo, mientras que la existencia de estos cambios lo favorece. Aun un grupo reducido de cristianos que participen en la vida pública puede iniciar un cambio social. Pero es más probable que su influencia sea mucho mayor si cuenta con el apoyo popular, como fue el caso de los reformadores evangélicos británicos del siglo XIX. Los cristianos de todos los países deben orar por la amplia aceptación del evangelio. Tal como lo comprendieron los evangélicos norteamericanos del siglo XIX, el avivamiento y la reforma van unidas.
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