Posiblemente piense alguien: -«desde mi juventud sé muy bien lo que es gracia». A esto querría responder que la palabra gracia generalmente es bastante conocida en la iglesia, pero precisamente con tan conocidas palabras ocurre, a veces, que difícilmente podemos expresar lo que realmente significan.
Gracia es la versión castellana de una palabra griega que tiene su raíz en otra palabra que significa gozo, alegría. Gracia, pues, es algo que complace y alegra.
Así es en las relaciones humanas.
Imagínate que un acusado debiese comparecer ante un príncipe oriental. Este disponía sobre la vida y la muerte de sus súbditos. La ira de su señor significaba la infelicidad para el acusado, o quizá la muerte. Mas la solicitud y benevolencia significaba felicidad y vida. ¡Qué gozo y qué respiro tan grande para el acusado si el príncipe o rey aquel le salía al encuentro amigablemente, le hablaba benévolamente y se le mostraba afectuoso! Probablemente, en la palabra gracia se halla la idea de: estar inclinado a, dispuesto a, solícito, solicitud. Según esto, podemos pensar en un rey o personaje que se inclina benevolente hacia alguien de mucho menor rango.
Cuando Ester, sin ser invitada, se acerca al rey, piensa que es probable que esto le costará la vida. Ester dice: «… ; y si perezco, que perezca» (Ester 4:16). Pero en 5:2, leemos: «Y cuando (el rey) vio a la reina Ester que estaba en el patio, ella obtuvo gracia ante sus ojos». El rey fue gracioso con o a ella, se inclinó benévolo a ella y la entregó el cetro de oro como muestra de ello.
Si la gracia de un gran personaje trae gozo en las relaciones humanas, incomparablemente mucho más gozo proporciona la gracia de Dios a un hombre. Dios no es un dominador humano que puede matar el cuerpo. Dios puede castigar con la muerte eterna, y puede, en Su gracia, regalar la vida eterna. ¡Qué magnificencia cuando nos muestra y demuestra Su gracia, cuando nos es gracioso!
Cuando pienso en la gracia de Dios, recuerdo en mi espíritu el salmo 97: «Los que amáis a Jehová, aborreced el mal; él guarda las almas de los santos; de mano de los impíos los libra. Luz está sembrada para el justo, y alegría para los rectos de corazón» (vs. 10-11).
Esta misma conexión de la gracia de Dios y Su rostro amigable lo encontramos también en la conocida bendición de Números 6: «Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia» (v. 25). Lo que el sol con su luz y calor es para la planta, el animal y el hombre, esto es la gracia de Dios para los creyentes. Su benevolencia inmerecida es la fuente de todo bien para el tiempo y la eternidad.
Cuando las Escrituras hablan de la gracia de Dios, esto incluye el pensamiento o idea de que no tenemos ningún derecho sobre ella. Gracia está frente a mérito, paga o salario. Como Pablo escribe en Rom. 4:4: «Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda».
Si no me equivoco, fuera del Cristianismo, todas las religiones son cultos de obras, religiones de méritos. Todos los paganos ven la relación hacia su dios o dioses como un contrato de un obrero asalariado en servicio de un empresario o patrono. Si ha hecho bien su trabajo, puede extender su mano para recibir su merecido salario. Así pensaban también los fariseos, «que confiaban en sí mismos como justos». Estos fueron tipificados por Jesucristo en aquel fariseo que, orando, decía: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano» (Lucas 18:9-12). Sencillamente, quería decir: que él ciertamente había ganado un puesto o lugar en el cielo. El error fundamental del judaísmo y paganismo -y también de cierto cristianismo- es éste: no querer vivir de gracia.
Frente al fariseo pone Jesús al publicano. Este estaba lejos, y no osaba levantar los ojos al cielo, sino que golpeándose el pecho, decía: «Dios, sé propicio a mí, pecador». Si Dios hubiese querido entrar a cuentas con él y le hubiera hecho conforme a derecho, habría perecido bajo la ira de Dios. Cuando Jesús confronta a este publicano con el fariseo, es obvio que no quiere aconsejarnos que vivamos como un pagano, publicano o pecador. Lo que quiere decir es que nunca debemos apoyarnos en mérito alguno o valía propia; que todo lo debemos (y nos es permitido) esperar de la gracia de Dios. De acuerdo con esto, Pablo escribe: «… por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23 y ss.). También en 1l:6 aparece muy claramente esta contraposición o antítesis: «Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia».
Cuando decimos que somos salvos por gracia, con esto confesamos que nada tenemos que agradecer a nosotros mismos, sino que todo hay que agradecerlo a la gracia del Señor; que estamos con las manos vacías ante Dios, y que debemos vivir de Sus dones: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Ef. 2:8-9) Gracia está frente a méritos y derecho; y por esto no puede ir aparejada con gloria propia. Se reprocha a los evangélicos reformados que están bastante farisaicamente engreídos de sí mismos; que la soberbia no les es extraña, y que son propensos a no considerar a los demás. En general, esto no es verdad. Sin embargo, no debemos echar en olvido este reproche. Lutero debió decir en una ocasión: «S i abrieseis mi corazón, hallaríais un Papa en él». Simplemente quería decir: -El pecado de la propia gloria y de las propias obras, también anida en mi corazón. Asimismo ocurre en nosotros. Y esto lo aprenderemos, de una vez por todas, cuando conocemos al Señor en Su santidad, y justicia, e ira contra el pecado. El pecado que era tan grande, que El lo ha castigado en su propio querido Hijo. Toda gloria desaparece ante Cristo crucificado, «el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25).
Cuando las Escrituras hablan de la gracia de Dios, con ello también están hablando de un activo atributo de Dios. Por decirlo de alguna manera, la gracia nunca debemos separarla de Dios.
Pero la gracia de Dios en Jesucristo se levanta por encima de todo esto, y tantas éuantas veces vivimos de esta gracia, decimos: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?». (Rom. 8:31).
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