El seguimiento de Jesús y la construcción del Reino de Dios sólo podemos realizarlo en términos de comunidad cristiana, es decir, de Iglesia que sigue la causa de Jesús. Fundada por Cristo, la Iglesia constituye su extensión misteriosa (Heb. 10,5), porque «prolonga en la tierra, fiel a la ley de la encarnación visible, la presencia y la acción evangelizadora de Cristo» (DP 224).
Conforme al mandato que El mismo le dio (Mt. 28,18-20), después de la Ascensión, ella es su nuevo órgano de presencia y comunicación visible. Unida a El, la Iglesia es «sacramento», esto es signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, que ella debe impulsar hasta la comunión universal en Cristo (LG 1). La Iglesia latinoamericana anuncia así lo que ha visto y oído y da testimonio de la Vida manifestada en Jesús para que todos estemos en comunión y el gozo sea completo (1 Jn. 1-4). Y, como Jesús, que se expresó no solo en palabras sino también en un rostro, gestos y hechos humanos, que se pueden ver, contemplar y tocar, su anuncio debe saber realzar todos los aspectos (HTC 179).
Iglesia, comunicación y comunión
Tal misión la cumple la Iglesia evangelizando, es decir, comunicando a los hombres todo lo que ella ha recibido de Cristo. Esa es su propia forma de servir al mundo (DP 270-271). Pero la misión evangelizadora de la Iglesia no sería auténtica y congruente si su mensaje no fuera avalado por la revelación de la experiencia y práctica de la misma Iglesia, aun en su condición peregrinante, pues, aunque en esta vida no se alcance la comunión plena, la Iglesia está llamada a expresar perceptiblemente a través de su mensaje y vida, como Jesús, momentos de una salvación definitiva.
De esta forma la Iglesia se constituye en «sacramento», es decir, en signo eficaz de salvación, en cuanto su manifestación visible es expresión de una vida que realiza, aún imperfectamente, la liberación y la reconciliación para que participemos de la comunión con Dios y seamos en El un solo Pueblo.
El día de Pentecostés el Espíritu Santo la hizo partícipe de este misterio (1 Cor. 3, 10-17; 2 Cor. 6,6 ss; Ef. 2,20 ss; 1 Pe 2, 5). El testimonio de comunión vivida de los primeros cristianos constituyó la prueba más evidente y palpable de que el Dios-Amor estaba con ellos (Hch. 4, 41-42; 5,32-35). Pues en ella todo se compartía y ponía en común. Así, a través de esta imagen, la Iglesia daba respaldo de autenticidad y fuerza atractiva a la Palabra de comunión que ella misma proclamaba. Palabra que a su vez se comunicaba, y se sigue comunicando, para crear nuevas comunidades y extender así a otros su misma vida de comunión filial y fraterna; y para ayudar a los hombres, mediante la gracia de Cristo, a superar sus divisiones e ir ahondando en la calidad de su propia comunicación humana, de modo que, más allá de las simples relaciones utilitarias o informativas, ella les vaya conduciendo progresivamente hacia una verdadera comunión en el amor capaz de volverse «completa» (LG 1) mediante la fe en Jesucristo (HTC 157). La vida entera de la Iglesia no constituye, por lo tanto, sino un gran y global proceso de comunicación: «Voz», «Imagen», «Signo e instrumento» de comunión.
Para que seamos servidores de una comunión universal de la fe y la caridad, se requiere una condición fundamental: el permanente esfuerzo por una vida de santidad (1 Pe. 1,16; LG 39-42) (DP 250-253), es decir, de total apertura al Dios-Comunión.
La fecundidad de su misión comunicadora no se juega en primer lugar al nivel de habilidades técnicas o de medios humanos, sino en el de su santidad. Pues en la misma medida en que el pecado contamine a la comunidad eclesial, se opacará la transparencia del signo que la Iglesia debe ser y se debilitará su eficacia como instrumento de comunicación y comunión.